El tiempo es demasiado lento para aquellos que esperan... demasiado rápido para aquellos que temen.... demasiado largo para aquellos que sufren.... demasiado corto para aquellos que celebran... pero para aquellos que aman, el tiempo es eterno. — (Henry Van Dyke)

domingo, 15 de noviembre de 2009

CUANDO EL ABUELO SE CONVIRTIO EN GATO




Sucedió en Buenos Aires, hace tiempo. Entre casonas y ligustrinas donde el trajín cotidiano alterna con la alegría de los chicos, exámenes negros y sentimientos claros. Reunidos por la tristeza que pretendíamos distraer para que no se estanque, alentando los recuerdos. Estaba asustada. Metida en la caverna de los sentidos. Oscura de impulsos. Andando en los sentimientos. Donde la ilusión del nacimiento y la muerte profundizan el esfuerzo de la palabra y nos devuelven fortalecidos...

Y me quedaba ahí, quieta, esperando una señal...

Confiada de reencontrarme con quien durante años había resguardado nuestra infancia, acompañándonos. Y fui dejándome, detenida en el pasado donde nuestra pequeñez lo abrigaba con los recuerdos para que mantuviera calentita el alma...

Así éramos nosotros tres..., un dulce titubear de decisiones y carcajadas color púrpura hasta las lágrimas. Barulleros por decisión y consentidos por el amor. Aquel día salimos a buscarlo con el paso inseguro que lleva la prisa de los pocos años. Las ansias crecían y pensar en su ausencia enlutaba el espacio. Habíamos sido elegidos para transitar la dulce pérdida de la sangre y entre abriles de otoño, los segundos presenciaron una historia. Empezamos la búsqueda por el Parque Independencia, agitando el aire como chimeneas. Teníamos frío y caminábamos queriendo disimular la angustia. La plaza estaba desierta. Apenas unos poco gorriones picoteando entre hojas secas presenciaron las instancias del cielo con los ojos del atardecer...

Sabía decirnos que el tiempo juega con las secuencias y que allá en su tierra, la brisa tiene puertas a dimensiones; mágicos laberintos interestelares. Tenía historias para contar... Sentimental y coqueto como el tango. Sus tardes de Picasso se deslizaban a voluntad con obsesiva audacia. La pintura le apasionaba desde muy joven. Decían de un enojo anterior al casamiento. Una beca. Francia. Bellas Artes del Uruguay, lugar donde había nacido. No le gustaba hablar de logros. No los tenía en cuenta. Sin embargo había convencido en el concurso con un moro abrazando una mujer desnuda. Era tan alto el óleo como el disgusto de mi abuela. Cuando se lo recordaban, viejas chispitas florecían en sus pestañas. En silencio, Nito, parecía no escucharlo. Aún así, bastaban segundos para amontonarnos como a los chanchos con ruidos y matices de colores no-me-olviden. Enamorados del alboroto, chiquitos, entendimos lo grande de querernos bien. Disfrutábamos de los momentos naturales. Los paseos al aire libre y esa helada sensación que enrojece las mejillas. Para entonces ser cipreses de un recuerdo apuraba el desconsuelo de nuestras pisadas. Los ruidos y aquel ronronear de la vigilia nos detuvieron allí, donde los hombres ponen una barandilla de frío para que los chicos no entren en la jaula de las palomas. Y allí, a la vista de viejos indios que desde el cielo nos espiaban, vimos como se deslizaba con sigilo, apoyando sus patas en el cemento con el mismo cuidado que ponen los monjes tibetanos cuando pisan papel de arroz ensayando silencios. Nuestras caritas rojas de contener el aire y los ojos redondos como botones observaban en cámara lenta a un gracioso gato viejo de bigotes negros y frente ancha que estudiaba los movimientos de su presa reconcentradamente. De repente, la paloma intentó escapar cuando se precipitó decidido. Pobre gato viejo... En el intento de cazarla, no alcanzó a recordar la barandilla y se le clavó de un tumbo en el estómago. Sucedió con el vértigo de una matraca. Nito y yo quedamos desorbitados. Corrimos sin aliento que de súbito se nos cortó. Y él estaba allí, al otro lado de la barandilla, atravesado entre el jaulón y los arbustos, totalmente destartalado.

Y nosotros, un poco más allá, inmóviles, esperando una señal...

Que estallara de alegrías y tumbas carnero fundidos en el reencuentro de un abrazo desparramado que aquel papel de arroz, no hubiera podido sostener.

- Abuelito, te sale sangre de la frente...

- No le dá verguenza, un hombre grande... -dijo el guardián del parque...

Las voces me devolvieron al presente. Y él estaba allí. Cuidado. Sereno. Apaciguándome con la mirada. Intentando balbucear palabras que mitigaran el dolor. Que me dieran fuerza. Dejándome con ternuras, brisas que en sueños me señalan mágicos laberintos donde viejos indios se apiadan de mi memoria y nos reencuentran en un abrazo de luz.

- Abuelito..., estás ahí?


CARMEN DEL BLANCO

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